ADVIENTO Y NAVIDAD EN EL MONASTERIO DE TULEBRAS
Apenas habían transcurrido dos meses de mi entrada al Monasterio y ya estábamos a las puertas de la Navidad. Una sensación un tanto extraña me invadía por dentro; era algo diferente al recuerdo vivo de la familia, amigos, comunidad en la que vivía la fe, trabajo… dejados hacía tan poco tiempo que aún sangraba la herida producida por el desgarrón. No podía hacerme a la idea de que había llegado la Navidad, me faltaba algo y al principio no caí en la cuenta de qué se trataba, aunque no tardé mucho en descubrirlo. Utilizando una imagen del trabajo que antes realizaba, había sufrido una cura de desintoxicación: no había escuchado ningún villancico, no había visto los innumerables adornos que pueblan la ciudad y los grandes almacenes, e incluso los hogares, no había visto ningún anuncio publicitario de esos que a la par que venden el producto enternecen el corazón, no había probado el turrón, ni había asistido a ninguna de las muchas comidas o cenas de Navidad que se tienen con los amigos, los compañeros de trabajo y un largo etcétera. En definitiva, me percaté de que me faltaba toda la parafernalia que en torno a la Navidad se organiza y que puede hacer olvidar el sentido de lo que se celebra y que con ello se quiere expresar. Aunque me tenía por una chica piadosa conocedora de la liturgia y no sé cuántas cosas más, lo cierto es cuando desapareció de mi vista todo eso, que en sí es superfluo, me parecía que no estaba a las puertas de la Navidad.
Como en todo proceso de desintoxicación sufrí un shock, quedé desconcertada y tuve que admitir, humildemente, el poder que la influencia mediática ejercía, también sobre mí, hasta en algo tan importante íntimo como es la vivencia de la fe. Pasado este periodo, pude descubrir y acoger el otro modo de vivir la Navidad que me ofrecía el Monasterio: austero, sencillo, acompasado, vivido al ritmo de la liturgia, lleno de sentido.
EL ADVIENTO, PREPARACIÓN PARA LA NAVIDAD
El Año litúrgico, a diferencia del año civil, comienza con el Adviento que es el tiempo de preparación para la Navidad. Es tiempo de espera y esperanza, de conversión, de permanecer vigilantes a la puerta del corazón. Actitudes todas ellas que van concatenadas; unas llevan indefectiblemente a las otras y no se pueden vivir, so pena de no ser auténticas, de forma aislada. Cualidades muy propias también de la tradición monástica.
Cada día lo comenzamos, cuando aún es de noche, con el rezo de las vigilias. ¿Qué haces centinela de la aurora? Cantamos en uno de los himnos de este oficio. Oramos en la noche, velamos en la noche, esperamos expectantes la llegada del nuevo día, “nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc 1,78) pálido signo de ese otro Sol, Jesucristo. Aquél que ansía nuestro corazón.
La vigilancia, la espera, comportan el estar en la de una tensión saludable que ahuyenta el soporte que constituye la instalación en la comodidad, en el aburguesamiento en todas sus facetas, e invita a dejar y desprenderse de todo aquello que ata y esclaviza. Con toda la Iglesia, poniendo voz a tanto gemido apagado que no sabe a quién clamar, no nos cansamos de gritar: ¡Ven Señor Jesús!
Frente al Adviento que me brindaba la sociedad de consumo, cuyo objetivo era el satisfacer, aparentemente, todas las necesidades a través de adquirir cosas para los demás o para mí misma, el Monasterio me ofrecía, dentro de la sabiduría de la Iglesia, el camino del desprendimiento material, la sobriedad en la liturgia y en la mesa.
Conforme el tiempo avanza y la Navidad se acerca, la liturgia del Adviento se hace más intensa. Los himnos, las antífonas, toda la liturgia adquiere otro color. La expectación cada vez es mayor, se acerca el día, en esta recta final nos unimos, más si cabe, a la Virgen María la gran protagonista de todo este tiempo, grávida del niño Dios. El diecisiete de diciembre en vísperas se comienza a entonar las antífonas ¡Oh! Continuando de este modo con una tradición eclesial antiquísima. Son un pequeño tratado Cristológico, puesto que en cada una de ellas se utiliza un título mesiánico. Todavía hoy, igual que la primera vez, me sigue emocionando el escuchar este bello canto.
En nuestra casa siguiendo las sencillez y simplicidad cisterciense, no se colocan los nacimientos, el de la iglesia, el del claustro, el del refectorio… hasta el mismo día veinticuatro por la tarde. Es entonces cuando las hermanas encargadas de ello los comienzan a montar, con ilusión, con mimo cuidando los detalles para que sean lo más bellos posibles. Eso sí, sin Niño. Éste lo colocará una hermana discretamente antes de la Misa de Gallo para que al salir lo encontremos en su lugar. Hasta ese momento tampoco se encenderán las velas o luces que adornan el nacimiento, en el que estallará toda su fuerza la luz. Las hermanas en su celda suelen colocar un motivo navideño, un Niño Jesús o un pequeño Nacimiento -la sencillez y el espacio de la celda así lo requieren-.
“Todo tiene su tiempo” (Qo 3,1) nos recuerda el Eclesiastés y qué bueno vivir cada instante sin adelantar acontecimientos, ni quemar etapas.
HODIE CHRISTUS NATUS EST
Las primeras vísperas del Día de Navidad, el veinticuatro por la tarde, nos introducen ya en el misterio del Nacimiento del Salvador. Al final de las mismas, siguiendo una antigua tradición de la casa, leemos solemnemente la Kalenda. En ella se enumeran los acontecimientos más importantes antes de la venida de Cristo, cuál era la situación religiosa social y política en el tiempo en que Jesús nació y, sobre todo, se nos recuerda que hoy es el aniversario de este nacimiento que marcó el rumbo de la historia, cambió la vida de cuantos le acogieron y sigue transformando la existencia de cuantos hoy le abren el corazón.
La cena de Nochebuena es a las 7:30 un poco antes del horario habitual. Es una cena frugal, similar a la de todas las noches, en silencio, con una lectura referente al gran acontecimiento que vamos a celebrar, acompañada de una música suave de fondo. Tras la cena hasta que comenzamos el oficio de Vigilias, hay un tiempo maravilloso para la lectio divina, la oración, para junto con Santa María esperar el nacimiento del Salvador. Cada hermana se ha retirado a su celda o se ha quedado en la Iglesia. En el monasterio reina un gran silencio.
En silencio, con rostros alegres a pesar que llevamos muchas horas levantadas (la jornada comenzado como todos los días a las cuatro y media de la mañana) nos dirigimos a la Iglesia. “Un Niño nos ha nacido, venid adorarle” con este canto-anuncio de alegría comenzamos el oficio de Vigilias que se prolonga hasta la celebración de la tradicional Misa del Gallo. Un poco antes la hermana sacristana toca la campana convocando a los habitantes de nuestro pequeño pueblo a la Eucaristía. Desde nuestra pobreza intentamos cuidar todos los detalles de la liturgia porque el acontecimiento bien lo merece. En el canto del Gloria repicamos las campanas, anunciando de este modo, como en su día lo hicieran los ángeles que “Hoy nos ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2,11). Al concluir la Eucaristía adoramos al niño Dios entre cantos de villancicos; el primero que entonamos siempre es uno propio del pueblo de Tulebras. En este momento todos nos unimos en el canto, algunos de nuestros vecinos llevan instrumentos navideños tradicionales hechos por ellos; es un momento de comunión entrañable.
Tras la Misa, la comunidad se dirige al refectorio, allí nos felicitamos la Navidad. Es un tiempo de compartir fraterno: escuchamos villancicos, tomamos turrón y dulces. Ahora los nacimientos brillan en todo su esplendor. Toda la noche de Navidad permanece encendida la torre del Monasterio. Con este pequeño signo queremos unirnos a todos los que al otro lado del monasterio celebran la Navidad, queremos anunciar a todos, como la estrella de Belén, que hoy es una noche especial, que por ello hay razón para la esperanza, para el sentido, para la paz y decir a todos que en el Monasterio no nos olvidamos de ellos, sino que los tenemos muy presentes. No seríamos auténticas monjas si no fuera así. En efecto, como decía Evagrio Póntico, el monje, la monja “es el separado de todo pero unido a todos”. La comunión con Dios, con los otros y con uno mismo es la aspiración de la vida monástica. Creemos en la fecundidad de nuestra vida escondida, sencilla y laboriosa, algo que sólo desde la fe se puede entender.
El día de Navidad, el primer acto comunitario es el oficio de Laudes. Al finalizar la Eucaristía del día felicitamos la Navidad a nuestros vecinos, es un momento de compartir la alegría y también alguna pena que en estos días se suele también en estos días se suelen asomar. La fiesta se nota en la Misa y en la mesa, por eso la comida del día de Navidad es festiva, hay villancicos, turrones, café. He colocado como encabezamiento de este epígrafe la antífona que en vísperas del día de Navidad y durante toda la octava cantaremos: Hodie… Qué fuerza tiene este “hoy”. Efectivamente, no sólo recordamos un hecho pasado, aunque bonito; de ser así no pasaría de ser un hecho histórico sin ninguna incidencia en nuestra vida. Este hoy es un eterno presente. Hoy Cristo ha nacido y Él puede hacer nuevas todas las cosas, todas las vidas. también la tuya y la mía.
LA OCTAVA DE NAVIDAD, EL DESBORDAMIENTO DE LA FIESTA
Dos octavas se han conservado en la liturgia: la de Pascua de Resurrección y la de Navidad. Dos acontecimientos tan importantes que invitan a prolongar la fiesta y a gustar poco a poco toda su hondura de sentido la octava de Navidad es muy particular porque está jalonada por la conmemoración de varios santos. Nosotras no tenemos habitualmente recreos, pero el veintiséis de diciembre después de Vísperas nos reunimos en un compartir fraterno. Es tiempo para ver las felicitaciones de Navidad que han enviado a la comunidad, de hablar, cantar, reír y finalmente merendar. Allí mismo rezamos las Completas y, después de recoger, nos vamos a dormir. Mañana hay que levantarse de nuevo a las cuatro y media para rezar las Vigilias. El resto de la Octava no hay trabajo por la tarde para dedicar más tiempo a la contemplación del Misterio, la oración sosegada. Todas estas cosas que desde fuera del Monasterio pueden parecer pequeñas, dentro se valoran de otro modo; aquí se aprende a disfrutar de las cosas sencillas, a descubrir al Dios-con-nosotros en lo cotidiano, en lo pequeño. Todo ello nos lleva a tener abiertos los ojos del corazón s todo dolor, a toda alegría, pues nada nos es ajeno.
Hubo algo que me encantó cuando llegué al Monasterio, no se celebraba la Nochevieja. El día treinta y uno cenamos igual que todos los días, rezamos Completas y nos vamos a la cama. Nunca me gustaron los excesos, a veces montajes, que en esta fecha se hacían o las grandes expectativas que en ella se depositaban. Era imprescindible a toda costa pasárselo bien. El que hubiera fechas prefijadas en las que se dictaba de algún modo lo que había que hacer y cómo y cuánto había que divertirse no iba conmigo. Me siento feliz haciendo lo de todos los días, acostándome pronto y levantándome antes del alba, y uniéndome a todos aquellos que en esos momentos gozan o sufren, porque detrás de todo eso también a veces hay mucho dolor. Sobre todo pido a santa María Madre de Dios, a quien celebramos en ese día, Reina de la Paz, que un día no muy lejano la paz sea una realidad en nuestro mundo.
EPIFANÍA, LA MANIFESTACIÓN DE DIOS
La Epifanía es una fiesta grande que tiene el poder de hacernos pequeños, como niños. Las monjas también llevamos algo de niñas en nuestro interior. El cinco de enero por la tarde nos reunimos, algunas hermanas se encargan de preparar un detalle que nos haga pasar un rato agradable. Todas colaboramos, las que lo realizan y las que hacen de público que con su participación activa y su alegría contribuyen a que toda ayude para el crecimiento comunitario.
Hay años en que tenemos mucha suerte y nos visitan sus Majestades, otras sólo algún -¡Rey tienen tanto trabajo!- pero siempre nos traen algún regalico, como decimos por aquí, el detalle es lo de menos, el gran regalo es Jesús que nos une en torno a Él y nos concede el don de la vida comunitaria. Merendamos juntas y rezamos completas, y con la ilusión de un niño, teniendo presente a todos los pequeños que en esta noche mágica están expectantes felices y sobre todo a aquellos que aun siendo niños por la dureza de la vida han perdido la ilusión, no esperan nada, no tienen nada. Estos niños en esta noche están especialmente en nuestro corazón y en nuestra oración.
En el día de hoy los Reyes hacen su aparición en los Nacimientos, hasta ese día no se han colocado sus figuras. Ellos nos invitan a no dejar de mirar la Estrella, a adorar con lo mejor de nosotras mismas a Dios hecho Niño, a Dios infinitamente libre que se manifiesta como quiere y no como a nosotros nos gustaría.
Pasada la solemnidad de Epifanía, los Nacimientos y los adornos se retiran, pero el Emmanuel, Dios-con-nosotros, permanece presente en nuestra vida. La Navidad no acaba, en ella comienza el misterio de nuestra Salvación, aquello que a lo largo del año vamos a celebrar y lo más importante hacer vida con la Gracia de Dios.