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“De una cosa me tengo que convencer”… estas fueron las primeras palabras que encontré hoy al abrir un libro de mesilla. Son de San Rafael Arnaiz, ese hombre fuerte espiritualmente y débil en el cuerpo, que surcó hasta el cielo un camino de cruz donde encontró su todo: Jesús.

El vivir para Dios no te aísla de la incertidumbre y el dolor, de hecho tienes tiempo para pensar estas cosas, porque aunque el cuerpo esté ocupado en el trabajo, en la vida monástica el corazón, como el de las vírgenes del Evangelio, ha de andar siempre en vela con la vista puesta en Jesús. Por eso, aunque mujeres entregadas, no dejamos del todo de buscar en lo tangible (es parte de nuestra humanidad), la confirmación de nuestra fe. Lo cierto es que nada tangible puede sustentar nuestra fe, ni siquiera las llamadas “señales milagrosas” son suficientes para afianzar la certeza de Dios. Es Dios mismo quien nos regala como don la fe y con ella la certeza. Esto nos hace vivir sin histeria el paso del tiempo, el porvenir, incluso vislumbrar los años venideros con optimismo. Precisamente porque nuestra fe no se sustenta en lo tangible, podemos creer en y aspirar al cielo. Pero creer en «ocasiones» y estar convencidos, sin dejar lugar a la duda, son dos cosas diferentes. La certeza absoluta es Dios mismo, así que en la medida que le poseamos poseeremos la certeza de él, de su existencia, de como nos acompaña y mima.

Pero ¿Qué hay de las noches en las que la fe se hace más fuerte cuanto menos se ve? “… es oscura noche para el alma”,  decía S. Juan de la Cruz mientras se adentraba en el camino de las nadas a buscar al TODO. Aquí radica lo extraordinario de la fe, precisamente en que como don, ni pertenece ni depende de las contingencias para fortalecerse, sino y nada más que de Dios mismo.

Una fe basada en lo que se ve y se toca, es siempre una fe débil. Y aquí de nuevo la frase de San Rafael, que laceran mi pensamiento matutino. ¿Convencerme de qué y cómo? Siguen sus palabras: “Todo lo que hago es por Dios”. Nuevamente me vienen porcentajes, me pregunto ¿Todo lo hago por Dios? ¿Cuánto de lo que hago es por y para Él? En teoría ese debería ser mi plan de vida, pero no basta tener un teaming exigente para exonerarte de la realidad. La realidad es que vivirlo todo a la luz de la fe y vivirlo solo cuando el viento y la tempestad amainan, son cosas distantes.

Cuando hablo de todo es todo, incluso de nuestra voluntad pobre a veces, la voluntad, mi voluntad también pertenece a Dios. Me descubro con un programa, pero con más camino que recorrer que el recorrido. No me asusta, ya sabía que era una senda donde cada día sin estar en la misma coordenada, incluso habiendo avanzando, mantienes la misma tensión fijos los ojos del corazón en el mismo punto. El temor a fallar, a veces nos resta fuerza. No te impacientes y pon remedio, el temor siempre seca el amor y le atrinchera inseguro en las cárceles de la preocupación, cuando debería estar ocupado recorriendo alegre la vía del total abandono en sus manos: Dios nos ama, profundísima y eternamente.

De eso es en resumen de lo que me tengo que convencer. Porque eso solo es lo que necesito, convencerme de que no voy sola, de que alguien que sabe hacia adonde nos dirigimos camina a mi lado. Sigue Rafael rompiendo esquemas: “Las alegrías El me las manda; las lágrimas, Él me las pone; el alimento por Él lo tomo, y cuando duermo por Él lo hago”.

En este preciso punto redescubro el camino sencillo de los que han puesto todos sus cuidados en Dios, aquellos que se han “convencido” de que vayan donde vayan, incluso en “valle de sombra y muerte”, Él protege sus idas y venidas, sus salidas y sus entradas y conoce cada mínimo detalle de ti. Ese mínimo detalle le importa, le ocupa como si fueras lo único que existiese, lo único importante. Descubrir cuanto me ama Dios, es mi mayor búsqueda hoy, no me ocupo en nada más, es un faro que ilumina mis posibles neurosis y me convierte en una mujer empoderada, sin miedos ni complejos, sin temores al futuro, al fin y al cabo “convencida”.

Mi programa de vida no es un horario estricto, no es llevar un hábito y vivir en una comunidad. Mi programa de vida es alcanzar a Cristo, alcanzarle con las fuerzas renovadas que Él mismo me da cada día. Cada cosa de mi vida, mis rutinas, mis lecturas incluso mi oración, son frutos de ese único programa del que no pretendo salirme y que lo engloba todo: “No anteponer nada al amor de Cristo”.

De Rafael, lo reconozco, manan cientos de arroyos de aguas cristalinas: “Mi regla es su voluntad, y su deseo es mi ley; vivo porque a Él le place, moriré cuando quiera. Nada deseo fuera de Dios. Que mi vida sea un “fiat” constante”.

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