CRECIENDO A SOLAS
Aquel día no hacía ni frío ni calor, porque Dios no había tenido tiempo de preocuparse por ajustar la temperatura del aire. Tampoco le preocupaba mucho, porque Dios estaba de un humor excelente aquel tercer día de la Creación. Se desperezó con ganas; había descansado un poco inquieto, por las ganas que tenía de bajar a su jardín, tan pronto como la luz llegase de nuevo, a seguir haciendo cosas divertidas. Como el día había tardado en llegar, se dio cuenta de que se había olvidado de dar forma al sol y la luz vagaba por ahí, sin ninguna disciplina. Pero como entre otras cosas porque Dios no es muy amigo de la disciplina rígida, decidió dejarlo para más adelante; había estado toda la noche pensando en formas interesantes para los árboles y ya no se podía aguantar las ganas de empezar a hacerlos. Tan grande era su entusiasmo, que todavía medio dormido se imaginó unas preciosas hojas en forma de flecha, de un verde oscuro y brillante. Para cuando quiso darse cuenta, ¡zas! ya las tenía entre sus manos. Pero allí, o sea en medio de ninguna parte, no las podía plantar, así que decidió guardarlas y a falta de otro sitio mejor las dejó amontonadas en sus pies. Y la yedra, dócil, desarrolló raicillas en sus hojitas para poder agarrarse mejor a los dedos de Dios.
Por fin se hizo de día y Dios bajó a su jardín a revolotear divertido sobre la tierra. Se acercaba y la rozaba con sus manos y al remontar el vuelo de nuevo, el suelo por querer seguir estando cerca de Él, se plegaba hacia arriba. Como por donde El pasaba surgían colinas y montañas y sierras. Dios no se cansaba de hacer piruetas. Probó con unas volteretas hacía atrás. Cogió tanta velocidad que se acercó demasiado a las aguas y éstas se desbordaron por todas partes. Salpicando entre los montes, formaron los lagos y desde ellos comenzaron a correr los ríos. Dios se asustó un poco, porque se dio cuenta que el «aerobic» era más arriesgado de lo que parecía, así que bajó a tierra y se sentó a recuperar el aliento. Cerró los ojos y empezó a recordar todo lo que se le había ido ocurriendo durante la noche.
Aprovechando la pausa, la yedra, completamente mareada, se dejó caer desde los dedos de Dios y cuentan que desde entonces, crece desesperadamente hacia arriba, trepando por todas partes, intentando volver a escalar sus pies.
En aquel terreno donde Dios estaba tumbado no se oía nada, entre otras cosas porque todavía no había nada de nada. Así que poniéndose de pie, eligió un lugar cualquiera y concentró sobre él todo el cariño de su mirada y su sonrisa. Y al momento una ondulante mancha de yerba tierna comenzó a extenderse sobre la arcilla roja. Dios saltaba de entusiasmo mientras la pradera ya se perdía en el horizonte. Sin parar de sonreír, dibujó con su dedo índice una forma en el aire y al momento, el primer árbol de la historia apareció anclado en la yerba. Era tan frondoso que parecía que siempre hubiera estado allí.
A Dios le pareció facilísimo hacer árboles, así que empezó a practicar con formas nuevas; unas más alargadas, otras más densas y redondeadas o en forma de cono. Había algunos altísimos y otros que casi no levantaban del suelo, pero a Dios le encantaban todos. Para poder verlos mejor se levantó sobre ellos y conforme su sombra pasaba sobre las copas, cada una aprendió un color diferente y allí donde todavía no había árboles, las flores se encargaron de alegrar la yerba.
Dios se lo estaba pasando bomba. Daba igual hacia dónde mirase, porque en todas partes su mirada hacía brotar algo bello. Pensó que muy pronto todo el jardín estaría plagado de cosas maravillosas y contempló la creación con una sonrisa de oreja a oreja. Y mirando por última vez todas las cosas buenas que su felicidad había creado aquel día, se retiró a descansar, porque ya sabéis que disfrutar como una vaca cansa muchísimo. Por cierto que con ese pensamiento Dios se dio cuenta que no había que olvidarse de hacer las vacas y se lo apuntó en la agenda.
Cuando Dios se fue el bosque quedó en silencio. Pero no sólo porque todavía no había nada en él que pudiera meter ruido, sino también porque los árboles se sentían incómodos. (Igual que cuando te metes en el ascensor con un desconocido y resulta que los dos váis al último piso.) Dios no les había dado instrucciones de ningún tipo y ahora al caer la noche tenían miedo porque ninguno sabía como comportarse. Todos comentaban sus inquietudes en voz baja y un sentimiento de tristeza dominó el bosque. Nadie sabía qué hacer. Ninguno podía imaginar qué era lo que Dios esperaba de ellos. No se les ocurría como crecer y todo les parecía muy difícil: si crecían hacia arriba perdían la proporción con la que Dios les había creado. Si se ensanchaban, se chocaban unos con otros. Si se quedaban como estaban tenían la impresión de desaprovechar el tiempo… hicieran lo que hicieran, todo eran problemas, pero sobre todo, ninguno de ellos quería desilusionar a Dios. Así que se quedaron muy quietos e hicieron todo lo posible para no cambiar.
Durante la noche llegó el viento y todos los árboles encogieron sus ramas para no perder la forma. Llegó la lluvia y apretaron sus hojas unas contra otras para que el agua no destiñera el color de sus troncos. Y por fin, cuando la noche se hizo muy oscura, el bosque estrechó sus copas y con las hojas cerradas esperó dormido la llegada del nuevo día.
Cuentan que ésta fue la noche más silenciosa de todas las de la historia del mundo, cuando los árboles decidieron esperar, hasta poder preguntar a Dios cómo quería Él que creciera cada uno y de esta forma estar completamente seguros de que no metían la pata (digo la raíz).
Pero en medio del bosque alguien no conseguía dormirse. Se removía inquieto y estiraba sus pequeñas ramitas, eso sí, con cuidado para no despertar a los demás. Era un árbol en forma de cono, tan pequeñito que su copa apenas rozaba las ramas más bajas de los otros. Se sentía molesto porque él veía las cosas de otra manera. No entendía por qué había que estarse tan quietos. A pesar de su corta estatura aquel arbolito era un valiente. A lo mejor porque cuando Dios lo creó, le sonrió con cariño al ver lo regular y coqueto que le había salido. El arbolito estaba tan seguro de que le había gustado a Dios que no necesitaba esperar a los demás. Él pensaba que Dios se sorprendería al comprobar que todos habían estado esperando instrucciones, en vez de seguir las intuiciones de savia de su corazón de madera. Si había que preguntarle a Dios cómo crecer, lo mejor sería encontrarlo cuanto antes.
Así que con cuidado para no molestar, se plantó bien firme sobre sus raíces, tomó aire y empezó a estirarse hacia arriba. Sus raíces profundizaron mientras engordaban con rapidez, alimentándose en aquel suelo tan rico del que ningún árbol se había aprovechado antes.
Cuando su copa alcanzó la de los demás árboles la lluvia llegó de nuevo y comenzó a caer con fuerza. Y al árbol valiente le entraron las primeras dudas. Pero sus ganas de tener a Dios cara a cara le impulsaron a seguir hacia arriba, aunque para eso tuviera que correr el riesgo de que el agua destiñera el color de su tronco y sus hojas.
Se lanzó a seguir creciendo y la lluvia mojó sus hojas, pero como éstas no se habían cerrado para así poder seguir creciendo, caló a través y adentrándose por sus ramas comenzó a escurrirse tronco abajo. Aquella era una sensación nueva para el árbol, pero a pesar del miedo a lo que le pudiera pasarle al mojarse, siguió creciendo.
Las copas de los demás árboles ya estaban bastante abajo y seguía lloviendo. Llovía tanto que el agua empapó por completo el tronco, llegó hasta su base y extendiéndose por la yerba penetró en el suelo.
Y entonces el árbol sintió que la humedad en sus raíces le hacía crecer con más fuerza y que aumentaba su seguridad en que hacía bien al aventurarse.
Pasó la lluvia y llegó el viento. Para entonces el árbol, (porque ya no lo podemos llamar arbolito), se destacaba decidido sobre el resto del bosque y el viento comenzó a cercarlo. Nuestro árbol volvió a tener dudas y se planteó de nuevo si estaría haciendo bien. Pero el éxito con la lluvia le animó a arriesgarse con el viento. No tenía otra manera de saber lo que Dios esperaba de él, más que llegar a Él el primero para preguntárselo, y desde luego, no se iba a parar porque el viento agitara sus ramas.
Siguió hacia arriba y el viento lo cercó por todas partes. Como los demás árboles ponían rígidas sus ramas cuando él se acercaba, estaba muy aburrido, así que pensó que era estupendo tener a alguien con quien jugar. Se encaprichó con el árbol. Soplando con fuerza, sus rachas subían y bajaban rodeando las hojas y cada vez pasaban más cerca, ciñéndose todo lo que podían a la forma de su nuevo amigo.
Pero nuestro árbol no lo encontraba tan divertido. Se sentía zarandeado y algunas de sus puntas habían empezado a romperse; pero ya estaba metido en aquello hasta la copa y no lo iba a dejar a esas alturas. Decidió que para cansarse menos, dejaría de resistirse y abandonaría sus ramas al viento. Así lo hizo y concentró todas sus energías en seguir creciendo y avanzando hacia arriba, mientras pensaba en cómo hablaría a Dios.
Mientras tanto los remolinos del árbol modelaban sus ramas y después de toda una noche con el viento enroscándose pesado a su alrededor, nuestro amigo el árbol tenía una perfecta forma de cono (o sea como el cucurucho de un helado de fresa, bueno, de fresa o de lo que sea). Y como había hecho tanto esfuerzo por crecer y crecer, al final se había convertido en un gigante que se levantaba a muchísima altura por encima de aquellas sombras que debían ser el resto de los árboles; de hecho y aunque con la altura no los viera bién, el árbol sabía que no podían ser ninguna otra cosa, porque todavía no existía nada más.
Por fín se empezó a hacer de día y Dios se levantó corriendo para ir a organizar los horarios del sol. Todos los árboles se sobresaltaron con aquel amanecer tan brusco, pero ese susto no fue nada en comparación con el de descubrir, que en medio de ellos, había aparecido una especie de cosa gigantesca.
Cuando volvía del sol, también Dios se sorprendió al ver que muchísimo más alto que el resto del jardín, alguien balanceaba suavemente su copa entre las nieblas de la mañana. Aquella forma tan regular le pareció preciosa pero la altura le preocupó mucho. Empezó a preguntarse qué habría hecho mal en los cálculos de altura.
Bueno, no era ninguna novedad que las matemáticas siempre se le habían dado fatal, pero en adelante tendría que tener más cuidado, o el lío que se podía organizar con el tamaño de los animales sería de pánico.
Llegó hasta el árbol y lo rodeó varias veces mientras se rascaba la cabeza intrigado. Al menos, pensó, había que reconocer que era un árbol magnífico. Su perfil era tan regular que parecía hecho a torno pero ¡ajá! todavía no había inventado el torno, así que allí había gato encerrado; (en realidad tampoco había gatos todavía, pero sabéis lo que Dios quería decir). No le quedó más remedio que preguntarle al propio árbol. Y nuestro amigo el árbol gigante le contó a Dios cómo había decidido buscarle mientras los demás dormían. Le habló de la ayuda del agua y del viento y de como se había asustado mucho. Y tanto contar cosas, al árbol se le olvidó preguntarte a Dios cómo debería crecer en adelante. Pero al mirar hacia abajo se mareó y sospechó que sería mejor dejar de crecer, por si las moscas; (no hace falta aclarar que todavía tampoco había de eso).
Dios escuchó con interés y se sintió muy orgulloso del árbol valiente, porque lo que Él quería de todas sus criaturas es que fueran ellas mismas; que cada árbol creciera según su interior le guiase; que se sintiera libre para ser lo que, en lo más profundo de él mismo, quisiera llegar a ser.
Entonces Dios bajó acariciando sus ramas y gritó con cariño al resto de los árboles que no se preguntaran tanto, ni esperasen instrucciones concretas. Les animaba a que se lanzaran a intentar ser felices creciendo, cada uno desde la forma y el color que ya tenían. Les repetía que se arriesgaran a explorar con el viento y el agua, que al fin y al cabo, no se los iban a comer.
Los árboles comenzaron entonces a crecer, cada uno a su aire, pero nuestro amigo el árbol gigante y valiente les había sacado tanta ventaja, que ya nunca ninguno pudo alcanzarle
Y desde aquel día, cuando un arbolito joven se pregunta cómo querrá Dios que él sea cuando se haga mayor, los árboles de alrededor apartan un poco las ramas y señalando al árbol más alto del mundo le dicen:
-Anda, vete y pregunta tú mismo a la Sequoia.